Biblia Evangelio del día

Evangelio del día 2 de noviembre de 2022

Os compartimos la Lectio Divina del Evangelio de hoy. En la lectura del evangelio del día, seguimos con el evangelista san Lucas. Puedes ver el Evangelio del día aquí

Señor, Tú que nos has llamado a ser tus discípulos, nos pides un amor incondicional y nos invitas a seguirte hasta la muerte, te pedimos que nos envíes el don del Espíritu Santo para que nos ayude y fortalezca para poder seguirte, y así tomados de tu mano lleguemos a la meta final. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

I. Lectura del texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43): 

Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». Palabra del Señor

II. Comentario al evangelio de hoy:

Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM(Barcelona, España)

Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.

Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.

Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».

Pensamientos de la lectura de hoy

  • «¿Por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo)
  • «¡Seremos finalmente revestidos de la alegría, de la paz y del amor de Dios en modo completo, sin ningún límite, y estaremos cara a cara con Él! ¡Es bello pensar esto! Pensar en el cielo es bello. ¡Da fuerza al alma!» (Francisco)
  • «La comunión con los difuntos. La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo, honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones, pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados. Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 958)
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Palabras del santo padre sobre el Evangelio del día:

 La esperanza nos atrae y da sentido a nuestras vidas. No veo el más allá, pero la esperanza es el don de Dios que nos atrae hacia la vida, hacia la alegría eterna. La esperanza es un ancla que tenemos al otro lado, y nosotros, aferrándonos a la cuerda, nos sostenemos (cf. Hb 6,18-20). “Sé que mi Redentor vive y lo veré».” Y esto, hay que repetirlo en los momentos de alegría y en los malos momentos, en los momentos de muerte, digámoslo así. Esta certeza es un don de Dios, porque nosotros nunca podremos alcanzar la esperanza con nuestras propias fuerzas. Tenemos que pedirla. La esperanza es un don gratuito que nunca merecemos: se nos da, se nos regala. Es gracia. Y después, el Señor la confirma, esta esperanza que no falla: «Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí» (Jn 6,37). Este es el propósito de la esperanza: ir a Jesús. Y «al que venga a mí no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado« (Jn 6,37-38). El Señor que nos recibe allí, donde está el ancla. La vida en esperanza es vivir así: aferrados, con la cuerda en la mano, con fuerza, sabiendo que el ancla está ahí. Y esta ancla no falla, no falla. (Homilía, 2 noviembre 2020)

       

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